Creación y ecología*
Por: José Luis Manet Hechavarría, miembro del Movimiento de Seglares Claretianos
“Al principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra estaba desierta y sin nada, y las tinieblas cubrían los abismos mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas” Gn 1,1.
Estas son las primeras palabras del primer libro de la Biblia, el Génesis que significa Los comienzos. Lo primero que enseña el libro del Génesis es que Dios es el único creador de todo lo que existe. Con el poder de su palabra omnipotente, Él creó el cielo y la tierra, hizo que el mundo fuera un lugar habitable y lo pobló de seres vivientes. Además, quiso que la especie humana se distinguiera de entre los demás vivientes por su dignidad particular.
Basta que abramos los ojos para observar las maravillas que Dios ha creado, vemos el firmamento con sus luces, las estrellas, las noches, los rayos solares, el cielo de color azul, los bosques con sus distintos matices verdeantes, el azul profundo de las aguas del mar, los ríos lagos y todos los animales, la lluvia que fertiliza la tierra, todo es obra de Dios.
Las Sagradas Escrituras encierran para los hombres un caudal inagotable de conocimientos, enseñanzas, poesías, historia, sabiduría, pero además un llamamiento a los hombres de todos los tiempos a salvaguardar el mundo que Dios nuestro Señor, nos dio como casa, cuidarlo y hacerlo un lugar decente y seguro donde vivir. Esta afirmación se repite muchas veces a lo largo de las páginas bíblicas, así nos lo demuestra el profeta Isaías (65, 17-25); en estos versículos nos describe “un cielo y una tierra nueva”. El cielo nuevo que Dios nos reserva nadie lo podría imaginar. Sin embargo debemos de alegrarnos de que el profeta nos muestre lo que debemos poner de parte nuestra, para que la Tierra se encamine hacia una meta trascendental, donde haya armonía, justeza en todos los sentidos. Y para dar un ejemplo de esta justeza y armonía, señala en el versículo 25: “El lobo pastará junto al cordero; el león comerá paja como el buey y la culebra se alimentará de tierra. No harán más daño ni perjuicio en todo mi santo cerro, dice Javé”.
Tenemos también una visión optimista del hombre en Sirácides (17, 1-13). Vemos aquí como Dios le dio poder sobre todas las cosas de la tierra. Por eso el hombre no debe resignarse al mal. El salmo 95 nos dice: “Yavé es un Dios grande, un Rey grande sobre todos los dioses; en sus manos están las honduras de la tierra, y suyas son las cumbres de los montes, suyo es el mar…”
Pero más adelante en la historia tenemos a san Francisco de Asís, (1182-1226) en su himno a las criaturas se refiere a la tierra con esta invocación: “Y por hermana tierra que es toda bendición, la hermana madre tierra que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color y nos sustenta y rige: ¡Loado mi Señor!”. Al llamarla “hermana y madre”, san Francisco está indicando una actitud ante la tierra de respeto y agradecimiento, que concuerda con la preocupación del hombre de hoy por la preservación de la naturaleza y el medio ambiente. No sin razón se considera a san Francisco el patrono del movimiento ecologista.
Ni el profeta Isaías, ni san Francisco, ni el salmista conocían el movimiento ecologista, fueron inspirados por Dios para transmitirle al género humano en sus épocas correspondientes la importancia de armonizar con el mundo en que se vivía. El ecologismo surge en los años sesenta entre los movimientos a favor de la protección de la naturaleza y del medio ambiente, y busca urgentes formas de desarrollo equilibradas con la naturaleza, para que cada individuo se sienta plenamente responsable de su porvenir.
Pero aún tenemos más. Ya en la antigüedad clásica, el hombre se preocupó por su entorno natural como lo refleja la obra Aires, aguas y lugares del Cuerpo Hipocrático. Durante la Edad Media, los monasterios unieron la explotación agrícola y ganadera con la conservación de la naturaleza de la que el cultivo del hombre era considerado como una nueva creación.
Como vemos el dominio del hombre sobre la naturaleza no fue interpretado entonces como una depredación sin control. Esta es una interpretación moderna resultante de los cambios producidos en la relación hombre- naturaleza después de la revolución industrial.
La conciencia del hombre le permite reconocer la obra de Dios. Lo más grande del hombre no es su razón que discute y argumenta, sino el instinto de la verdad, capacidad divina que lo lleva a la verdadera sabiduría.
¿Qué ha hecho el hombre con el mundo que Dios ha creado para él?
El pequeño planeta azul en que vivimos es muy vulnerable, pero no parece que tengamos aún clara conciencia de ello. Desde hace más de veinte años comenzamos a interesarnos por los problemas del medio ambiente; sin embargo, continuamos causándole daños irreversibles. El aire, el agua, la tierra, nuestros alimentos están contaminados, en gran medida por nuestra culpa. Destruimos los bosques, dando paso a la desertificación y a las inundaciones; las chimeneas inadecuadas y los componentes nocivos de algunos materiales contaminan los lugares en que vivimos y trabajamos. Es hora de medir las consecuencias de nuestros actos si no queremos que las generaciones futuras estén condenadas a vegetar en un planeta moribundo.
En un principio el aire era puro, pero ha dejado de serlo desde que la cantidad de gases contaminantes que se evacuan a la atmósfera supera con creces la capacidad de absorción de la naturaleza. El equilibrio ecológico se ha roto y las amenazas se multiplican: efecto de invernadero, adelgazamiento de la capa de ozono, cambios climáticos, aumento del nivel del mar, entre otros fenómenos.
La erosión, el deterioro del suelo, la despoblación forestal, los daños causados a las cuencas hidrográficas y la destrucción de la vida animal y vegetal continúan y en algunas zonas se está incluso incrementando.
El texto del Génesis 1, 28, “Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en todo animal”, se ha tomado a veces como la justificación de una actitud de dominio sobre la naturaleza. Este dominio por consiguiente, es para algunos el origen de prácticas que han conducido al deterioro de la naturaleza. Pero esta interpretación errónea hace olvidar el texto bíblico que más adelante dice:“Tomó Dios al hombre y le dejó en el jardín para que lo labrase y cuidase” Gn 2,15. En él se refleja que el hombre no es señor, sino administrador de los bienes de la tierra.
El hombre de hoy ha olvidado su condición de creatura viciando su relación con el resto de la creación. La hermana Madre Tierra —como la llamara san Francisco— se ha convertido únicamente en una fuente de recursos que el hombre cree poder explotar sin límites para su disfrute. El hombre vive sí, pero por gracias de Dios cuyo soplo constantemente lo viene a despertar para que no se duerma ni recaiga ahí de donde surgió, pasando a ser entre los animales un animal más inteligente, más cruel y más desubicado que los otros.
La solidaridad hacia todos los hombres y sobre todo para las generaciones futuras exige un cambio de mentalidad. El equilibrio de la naturaleza a la que el hombre pertenece no puede alterarse con agresiones que pueden llegar a ser irreversibles.
El deterioro medio ambiental está alcanzando tales proporciones que el problema ecológico se ha convertido en una de las cuestiones neurálgicas en las que la humanidad se juega su futuro. Juan Pablo II se ha sumado a las voces de quienes alertan sobre la crisis y proponen vías de solución a la misma: “Hoy la cuestión ecológica ha tomado tales dimensiones que implica la responsabilidad de todos. Los verdaderos aspectos de la misma indican la necesidad de esfuerzos concordados, a fin de establecer los respectivos deberes y los compromisos de cada uno: de los pueblos, de los Estados y de la Comunidad internacional. Esto no sólo coincide con los esfuerzos por construir la verdadera paz, sino que objetivamente los confirma y los afianza. Incluyendo la cuestión ecológica en el más amplio contexto de la causa de la paz en la sociedad humana, uno se da cuenta mejor de cuán importante es prestar atención a lo que nos revelan la tierra y la atmósfera: en el universo existe un orden que debe respetarse; la persona humana, dotada de la posibilidad de libre elección, tiene una grave responsabilidad en la conservación de este orden, incluso con miras al bienestar de las futuras generaciones. La crisis ecológica es un problema moral.
Con mayor razón aún, los que creen en Dios creador, y, por tanto, están convencidos de que en el mundo existe un orden bien y orientado a un fin, deben sentirse llamados a interesarse por este problema. Los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador forman parte de su fe. Ellos, por tanto, son conscientes del amplio campo de cooperación ecuménica e interreligiosa que se abre a sus ojos” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, Dic. de 1989).
¿En qué basamos los cristianos la formación de esa conciencia ecológica?. La respuesta no ofrece duda: en la teología de la creación, esto es, en la lectura que la fe cristiana hace de la realidad, viviendo en ella no solo un conjunto de entidades articuladas en lo que ha dado en llamarse naturaleza, sino una constelación de criaturas de Dios, de seres surgidos a la existencia por la participación amorosa y gratuita que Dios les hace de su bondad.
En medio de los animales inclinados hacia la tierra, el hombre camina erguido y mirando hacia el cielo. Solo él estudia, conoce y ama, solo él tiene conciencia. Dios hizo al hombre para que su vida fuera fecunda, el hombre es su servidor y su encargado de gobernar el mundo. El mundo es puesto en manos del hombre como el menor de edad es confiado al tutor; no para que lo explote en su provecho, sino para que favorezca su crecimiento y haga posible su madurez. Y, en todo caso, es Dios, no el hombre, el único Señor de la creación, ante el cual éste deberá responder de su administración.
Los cristianos, en suma, hemos de ser capaces de interpretar el mundo como creación, como algo digno de infinito respeto, en cuanto procedente del amoroso designio divino que ha dotado a todas las cosas de “consistencia, verdad y bondad propias” (GS 36,2).
Ninguna cosa salió mala de las manos de Dios. Si a nosotros algo nos parece malo en el mundo, tal vez se deba a que no somos capaces de comprenderlo; y si realmente es malo, la razón será que intervino otro que Dios, sea hombre o demonio.
Bibliografía consultada:
“Juan Pablo II, del Temor a la Esperanza” Tomo III. Edición Guaflex, 1993.
Beteta, Padro. “Padre Misericordioso”. Edición EDICEP, España 1998.
Biblia Latinoamericana. Ediciones Paulinas, España.
* Artículo publicado en el número 5 de la revista Viña Joven, correspondiente al trimestre julio-septiembre de 2000.