Poder(es), límite(s) y alcance(s) en la conducción de un narrador*
Por: Lino E Verdecia Calunga
«Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre
a nuestra imagen, conforme a nuestra
Semejanza [….] Y creó Dios al hombre, a
su imagen, a imagen de Dios lo creó
varón y hembra los creó»
Génesis 1, 26-27
El hermoso conjuro que es la literatura se ha ido convirtiendo con el decursar del tiempo en uno de los procesos creativos más estudiados y analizados en su progresión compositiva. Hoy día, las exégesis que intentan interpretar y explicar el fenómeno artístico-literario, apelan cada vez más a métodos, sistemas y modelos que, en consecuencia, utilizan una u otra terminología. Así por ejemplo, al concepto análisis ( verdadero hiperónimo, es decir, término capaz de asumir o abarcar los significados de otros) lo acompañan, sustituyen o complementan voces como estudio, interpretación, despiece, examen, desmonte. En realidad ninguna de estas acciones tiene real sentido si no es para explicar- al menos intentarlo- los mecanismos que para la elaboración de una obra fueron empleados por su autor, esto es, plantearnos el reto de valorar mediante qué procedimientos y con qué recursos técnicos la obra en cuestión se convirtió en el producto artístico que impresiona nuestros sentidos.
Es en este sentido que, por la singularidad con que Soler Puig aborda técnica e ideotemáticamente el asunto de su cuento «El ciego», me propongo un desmontaje de algunos de sus componentes fundamentales, de tal modo que la percepción valorativa puede ayudar a comprender, ya no al hombre escritor, sino los recursos técnicos utilizados y que, obviamente, conducen a la visión del propio autor.
SANTIAGO de Cuba, la «muy noble y muy leal», posee entre sus numerosísimos orgullos el ser la cuna de José Soler Puig (1916-1996), escritor grande entre los grandes, hombre que devino artista con la consecutividad del esfuerzo y el talento, con una vocación estética y una artesanal voluntad creativa a prueba de cataclismos; humilde y contestatario, ríspido y afectuoso, estudioso y modesto, hábil narrador que legó a la historia literaria de Cuba e Iberoamérica títulos de trascendencia que hoy bien contribuyen a nutrir eso que denominamos identidad cultural.
Bajo el influjo de la atmósfera nacional muy bien guiada por la intención de masivizar todo lo que culturalmente pueda consolidar las perspectivas de nuestra condición humana, nadie podría negar que el ejercicio de la lectura ha cobrado para muchos nuevos incentivos, y para otros comienza a ser la chispa de lo que —¡ ojalá así sea!— debe tornarse una práctica frecuente y necesaria. Con poderosos recursos de masificación, el acercamiento a las técnicas narrativas y a algunos procedimientos para la apreciación, estimula los esfuerzos, de uno u otro modo, desde uno u otro ángulo.
Soler Puig fue un escritor empecinadamente enamorado de la técnica para narrar con mayor grado de efectividad, de impacto. Acucioso lector, buscó modos de decir sus historias de maneras distintas, novedosas, aun sabiendo que nil novi sub sole , como expresa el Eclesiastés. Sin embargo, pese a que » bajo el sol, nada nuevo», a mediados de 1958 [En] la revista Galería, órgano difusor del más importante grupo cultural santiaguero en la década del 50 […] aparece […] «El ciego», con una propuesta mucho más compleja. [La autora se refiere a la artificiosidad técnica que progresivamente venía manifestando el escritor]. Podría decirse que el estreno de los narradores impactantes de Soler; en este caso se trata nada más y nada menos que de Dios, lo que pone fuera de toda duda el nivel de omnisciencia, al menos dentro de los marcos del cristianismo.(Aida Bahr: «Prólogo», en Los Cuentos De José Soler Puig. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1999, p. 12-14).
Es evidente que con la lectura de este cuento nos enfrentamos a una «extrañísima» singularidad creativa: el narrador (la voz cuenta, aquel que focaliza, el relato) es «nada más y nada menos» que el propio Dios, lo que comienza por conferirle a la pieza una dualidad narratológica apreciable que en breve paso a comentar.
CUANDO se habla de la capacidad y los atributos de la focalización proyectada a través de o por la Omnisciencia (de omnis, todo y sciens, que sabe), suele decirse que estamos ante «un narrador omnisciente, que imita a Dios Padre todopoderoso pues lo ve todo, lo más infinitamente grande y lo más infinitamente pequeño del mundo, el que nos va mostrando desde afuera, desde la perspectiva de su mirada volante». (M. Vargas Llosa: Cartas a un joven novelista, apud UNIVERSIDAD PARA TODOS; seminario de técnicas narrativas, p.3). Pero conviene observar que, aunque nos muestre «desde afuera», el poder de este tipo de narrador focalizador es tal que está dotado de todo el conocimiento (pasado, presente, y en ocasiones hasta futuro) de lo acontecido de y con los personajes que intervienen en la historia. De tal modo se precisa que, si bien nos cuenta posesionado en el exterior, este punto de vista domina el mundo interior (pensamientos, sueños, frustraciones, proyectos, deseos: todo ( de aquellos que permiten el desarrollo de la acción, los personajes.
He aquí una primera aparente contradicción técnica, porque al ser el narrador omnisciente un ser dotado con la sobrenaturalidad de un dios —en cualquiera de la formas de la fe y las creencias en que nos situemos— ,no puede ser por ende un focalizador marcado por la primera persona, puesto que el narrador omnisciente «nunca» es un personaje al nivel de aquello que se relata : excepto si esa voz que narra es un ser superior, en este caso Dios. Así queda planteada la dualidad antes aludida: en «el ciego» quien nos cuenta es a la vez omnisciente y personal, lo conoce todo (tiene derecho por ser quién es) y a su vez está junto al personaje protagónico, casi en diálogo con él, diciéndonos en primera persona como destinatarios (narratarios) implícitos a quienes nos informa del por qué de su proceder.
«LA utilización de variantes no convencionales de narrador como recurso técnico para diversificar las aristas del conflicto sorprender al lector y alcanzar determinados efectos en el lenguaje y el tono de la narración, devendrá […] en rasgo característico de Soler». (Bahr: op cit, p.14). Y aquí se logra la sorpresa y una sensación inquietante, por cuanto la actitud cuestionadora que yace implícita en el cuento nos conduce hacia una valoración del punto de mira con que el autor asume un tratamiento tan ¿ irreverente? y poco común —demasiado raro tal vez— a un aspecto tan celestial o divino.
El, tema de esta obra se afianza en la relación y la responsabilidad de Dios para con los seres humanos, «varón y hembra los creó», pero aquí se manifiestan en el tormento en que hace vivir a un viejo ciego al que el Señor ha llevado a ser, además, pordiosero.
MEDIANTE una presentación muy rápida de los personajes que intervienen en la historia contada (diégesis) como suele hacerse en las narraciones breves, el autor nos sitúa ante éstos marcando explícitamente quién nos va a contar: «me llamó: —¡ Dios mío!» (p.59). Y, porque pudiéramos no percatarnos bien de qué está ocurriendo con esta voz focalizadora prontamente continúa: «Yo estaba a su lado, pero no le respondí […] cuando los humanos me llaman, no esperan, en su interior que les responda» (p.59). No hay sin embargo ninguna alusión caracterizadora del narrador, y ello resulta más que atinado pues la imagen abstracta generalizada que podemos hacernos de Dios— tal como la tradición cristiana ha determinado— es lo suficientemente fuerte en sí misma. Además de ser muy poco común que un narrador se autodescriba. Pero el protagónico si está caracterizado de manera profusa, en lo que constituye el segundo párrafo más largo (137 palabras) de los once en que se desarrolla la corta historia:
Era un viejo ciego, miserable y nimio, cubierto, más que por sus harapos, por la sucia costra de años vagando por las calles. Tenía sobre sus escasas canas polvorientas un destartalado sombrero, enterrado en la frente casi hasta cubrirle los ojos cerrado e inútiles. De su hombro izquierdo, sostenida por un largo trozo de tela retorcida, colgaba una jaba de yarey y, a sus espaldas, llevaba un atado de cartones inservibles. Los pies, gruesos y escamosos los metía en unas alpargatas absurdamente viejas. Un saco, verde ahora, pero que fue carmelita y unos pantalones remendados cuyo color ni yo mismo me atrevería a tratar de descubrir, junto con la lata vacía que llevaba en la mano izquierda y el palo que hacía de bastón en la derecha, completaban su estampa de pordiosero (p.59. Los subrayados me pertenecen).
EL proceso caracterizador o de personificación queda establecido de manera directa. El mismo narrador nos informa de los elementos que individualizan al personaje central, habiendo hecho una brevísima escaramuza de subvaloración de su poder cuando, a tono con el lenguaje coloquial afirma sobre el color de los pantalones, «ni yo mismo me atrevería a tratar de descubrir».
A PROPOSITO de dicha caracterización merece ser observado que, a través de la cortedad de la diégesis (763 palabras) , se producen doce apelaciones de cuatro formas: un viejo ciego (1), el viejo (4), el ciego (5) y Ramón Pedragas (2) lo que estimula a fijar la atención en los dos rasgos físicos más relevantes: VIEJO y CIEGO (5 y 6 veces respectivamente) y, para dejar reforzadas estas cualidades tan importantes para la conmiseración que debe provocar cierto grado de condolencia e «identificación» con el pordiosero —si se parte de que nuestra sensibilidad rechaza la afrenta burlona y el fastidio oneroso a que aquellos «muchachos y hombres todos sucios, repelentes y grotescos» (p.60) lo someten— los primeros seis párrafos (lo más parecido a la mitad del total), con unas 515 palabras (67,49 %) sirven para conocer qué le sucede al desdichado hombre sin que sepamos por qué. Es entonces que, en los cinco párrafos restantes, nos enteramos del nombre propio, Ramón Pedragas y la causa de su infortunio: ha sido castigado por Dios como consecuencia de su disipada y vilipendiosa actitud ante el deber paternal.
Nótese que hasta el sexto párrafo empleó ocho apelaciones, en los cinco restantes —cuando ya era menos necesario pues estaba físicamente caracterizado y bien vapuleado e iracundo y además se identifica por su nombre— sólo se emplean cuatro de los cuales dos son para reiterar su castigo esencial: la ceguera. Pero también, las citadas apelaciones aparecen a un ritmo y una alternancia singularmente equilibrados; veamos:
AHORA bien, si como ya dije, la escasa extensión de «El ciego» implica una economía expresiva que el entonces joven escritor Soler —aunque ya frisaba los 42 años— aprovechó y domeñó con acierto, podría añadirse a lo ya ejemplificado como la caracterización física en bloque, la oportuna distribución de los apelativos y la sutil (auto) limitación del narrador (Dios) en contradicción con las reglas y el poder absoluto del omnisciente; subyacen en el cuento elementos y consideraciones ideotemáticas que, sin esfuerzo, nos atraen la mirada.
«El ateísmo de Soler era bien conocido y está explícito con mayor o menor amplitud prácticamente en todas sus obras posteriores. La crisis de fe de sus protagonistas ocupa episodios significativos en muchas novelas (Bahr, p.15), y en este cuento trae la imagen del dios castigador, desdeñoso, insólitamente cruel y sancionador: llama cretinos a los que se burlan y maltratan al ciego, pero también se responsabiliza con los defectos —el lobanillo de uno, el labio leporino de otro, la libido doblemente insatisfecha de la impía mujer, el actuar donjuanesco de Ramón Pedragas para contribuir a perder a las vanidosas y acrecentar las candidatas ( o designadas) al infierno—; lo que ha decidido por ser dueño absoluto del destino de todas sus criaturas y, por ende, hace intromisión ad libitum en sus acciones más irrelevantes.
ESTA capacidad realmente todopoderosa del proceder de Dios no está, como podría valorarse, muy distante de la que poseen muchos. La imagen de un Ser Supremo que, por hacedor del mundo y del hombre rige en todas las dimensiones, se ajusta con la que dimana del Todopoderoso Jahvé que en Génesis 3,16-24 sanciona a Eva y Adán con cosas como el dolor para parir y tener que sudar trabajando para alimentarse y subsistir, o el que en Génesis 6,13-22 ordena y planifica un diluvio para castigar la corrupción y la maldad de los hombres, y del que se salvaría Noé «y con él sus hijos, su mujer, y las mujeres de sus hijos» (7,7) y que luego bendijo (9,1) y pactó con Noé (Capítulo 12); o el Jahvé que también en Génesis 19,24-26 muestra cuando ordena la lluvia de azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra, y transforma por desobediencia a la mujer de Lot en estatua de sal.¿ A qué entonces viene la sorpresa de que el mismo Dios, manejado por la ficción que (re)crea Soler Puig en «El ciego», se atribuya las potestades citadas, y disponga este o aquel castigo? ¿No estaremos en presencia de una interpretación, de las que a lo largo de miles de años se han efectuado y se han modernizado al paso de nuevas exégesis de las Sagradas Escrituras?
HAY sin dudas en «El ciego» un tono irreverente en el que se insiste progresivamente. Mientras los párrafos segundo y cuarto son fundamentales en incitar y manipularnos hacia la conmiseración, los párrafos quinto y décimo son correlativos mediante lo que se enuncia (el quinto) y se ratifica (el décimo). La responsabilidad de Dios Padre Todopoderoso ya «que sus dolores y miserias son obra de mi voluntad, de mi absoluta, libérrima y omnipotente voluntad. Y casi siempre atribuyen sus penas al demonio. Como si lucifer tan impotente como ellos. Me dan risa…» (p.61. Los subrrayados me pertenecen), pero antes (párrafo noveno) se dice leer «el instinto de billones de irracionales, desde el león hasta el virus de la gripe » (p. 61). Estamos ante la omnisciencia máxima, una supraomnisciencia.
Y AÚN existe una (otra) connotación hábilmente paralelizada en el cuento. Antes aludía a la causa para la sanción primordial que carga como castigo Ramón Pedragas: El incumplimiento del deber paterno.
Para un hombre elegido para la perdición de las mujeres vanidosas […] nunca quiso responder de su paternidad […] engendró doce muchachos y a todos olvidó. Las débiles criaturas quedaron a expensas de todo infortunio, de todos los peligros, de todas las miserias. Ni yo mismo sé a dónde habría llegado (véase nuevamente la contradictoria autolimitación de la omnisciencia divina, lo que le acerca a un narrador menos poderoso) en su deshabitado afán de poblar de hijos sin padre la tierra hermosa y feraz por mí creada, si yo no lo hubiera cegado y cubierto de tormentos (p.61. El subrayado, mío).
El desesperado y calamitoso estado en que vive es un destino asignado, por ello está latente, subliminal, intertextual, la comparación de la actitud justamente de Dios Padre para con Cristo y todos sus otros hijos. Así termina el cuento diciendo que: «Por los siglos de los siglos, sigo oyendo las palabras de mi hijo, mientras contemplo llorar y reír al hormiguero humano: «Tienen ojos y no ven»». (p.61) El hombre castigado abandonó inmisericordemente a sus doce descendientes, Dios le envió a su propio hijo para redimirlo.
ESTO lleva a Aida Bahr a plantear:
Las líneas finales cobran desde este punto de vista una significación decisiva: si la omnipotencia divina no es contrapesada por el libre albedrío, carece de objetivo la venida de Cristo a la tierra y su sacrificio. En este terreno especulativo puede llegarse a otra interpretación: Dios pretende ser poderoso y se arroga falsamente (confieso no entender por qué la prologuista lo califica así) la facultad de castigar la ceguera de los hombres, incapaces de reconocer a un hijo cuando se les envía. Cualquiera d estas dos posibles lecturas presenta al Ser Supremo de los cristianos a través de un prisma altamente negativo: en una juega inclemente con los destinos de los hombres; en la otra desahoga un rencor en bravetas estériles (p.14-15).
Evidentemente la cosmovisión de José Soler Puig condicionó la maniobra Narrativa con que el narrador focalizador opera la información que brinda la cualidad omnisciente —se conoce también como narrador heterodiegético— entra en una aparente contradicción con la primera persona, propia del focalizador personaje —denominado homodiegético—, o sea, situado a nivel de la diégesis, de lo narrado— pero todo esto no es óbice para hacer incomprensible la perspectiva autoral del santiaguero.
RESUELTO en concordancia con las exigencias del género, poco más de dos años antes de la publicación de su primera y más conocida novela, Bertillón 166 (1960), premio en el primer concurso Casa de las Américas, «El ciego» junto a «Mercado libre» conforman las piezas que prefiero en la poco valorada labor como cuentista de Soler. Quienes lo conocimos podemos inferir que la posible irreverencia que se deriva (emana) del cuento no lo era en modo alguno irrespeto. El artista es un ser interactuante con contexto y condicionado por su manera individual de asumir la creación, de (re)crear un mundo que se rige por los imperativos de su óptica estetizante.
* Artículo publicado en el número 6 de la revista Viña Joven, correspondiente al trimestre enero-marzo de 2000.