Cartas a la Esperanza: invitación a la lectura*
Suplico a V. que me diga con franqueza (…) por qué han sido mal recibidas mis Cartas a Elpidio. ¿Es por las doctrinas que contienen? ¿Es por el modo de presentarlas? Es por mero odio, tan inesperado, en vez del aprecio con que me honraban mis paisanos”, escribe el P. Félix Varela en agosto de 1839. El primer tomo de estas cartas1[i], Sobre la impiedad, había sido publicado en Nueva York en 1835, y todo parece indicar que la reacción de los grupos más conservadores de la sociedad colonial cubana no fue la esperada. El P. Varela había llegado a experimentar incluso apuros económicos, como expresa claramente en carta del 5 de junio de 1839 a José de la Luz y Caballero, su discípulo: “En cuanto a las desgraciadas Cartas a Elpidio le suplico a V. encarecidamente que vea cuanto antes al Dr. Sánchez (…) y que le diga que sin pérdida de momento me mande todos los ejemplares para ver si puedo venderlos en otra parte o quemarlos, para sacar cualquier cosa con que pagar los gastos de impresión. Estoy apuradísimo (…)”.
A más de siglo y medio de haber salido a la luz este preciado libro, hay que preguntarse la razón del rechazo, y si al lector posmoderno le es posible salvar los obstáculos de la distancia temporal, del género epistolar decimonónico, del estilo de la prosa vareliana, de los contextos epocales de entonces y de ahora, en interés de conocerlo. Lo primero que se me ocurre tomar en cuenta es el objeto de la obra concebida en su totalidad por el P. Varela, según él mismo expresa en su prólogo: “considerar la impiedad (…) en sus relaciones con el bienestar de los hombres”, a fin de preparar a la juventud para enfrentar las tareas de construcción de la Patria. En tal sentido probablemente no haya sido casual la elección del apelativo con que se designa al destinatario de estas cartas: este nombre tiene un valor etimológico que lo eleva a la categoría de símbolo, porque Elpidio (del griego elpídos) significa “esperanza”, y ya es perogrullada señalar que la esperanza de cualquier sociedad está en las nuevas generaciones. A Elpidio “esperanza” juventud están dirigidas, pues, estas cartas del P. Varela. Pero todo parece indicar que el sayo le cayó a unos cuantos de otros grupos, y se lo pusieron. “No creo haber ofendido a ninguna persona determinada, pero no ha sido posible prescindir de dar algunos palos a ciertas clases. Quisiera que hubieran sido más flojos; pero estoy hecho a dar de recio, y se me va la mano”, expresa el autor en el prólogo, y sospecho que en esta observación está contenida una especie de “defensa” ante posibles reacciones adversas. Porque él está muy consciente del vigor y la claridad de sus palabras. Sabe, o al menos intuye, que ha agarrado al toro por los cuernos y quiere curarse en salud.
El que espere encontrar en las Cartas a Elpidio consejos edulcorados, textos amanerados, sutilezas trasnochadas o sentimentalismos “románticos”… es mejor que no las lea: tropezará de lleno con el estilo recio y directo de un sacerdote sin miedo, que todavía hoy puede parecer duro, irónico, mordaz. Las palabras de Félix Varela tocan, y tocan fuerte. Hay que leerlo, y leerlo despacio, para vivir la sorpresa de un profetismo inesperado. Hay que degustar a Varela con el ánimo abierto, despierto y dispuesto, nunca predispuesto. Hay que trabajar durante el proceso de la lectura, y dejarse invadir por lo que todavía hoy es mensaje vivo y ardiente, para tratar de comprender el por qué de la angustia de Varela ente el rechazo… y el por qué del rechazo. Algunos ejemplos quizás puedan ilustrar pálidamente no sólo lo que dijo Varela, sino cómo lo dijo. Me pregunto si Varela no habrá comenzado a “golpear” desde el título mismo de las seis cartas del primer tomo:
I – La impiedad es causa del descontento individual y social.
II – La impiedad destruye la confianza de los pueblos y sirve de apoyo al despotismo.
III – Causas de la impiedad.
IV – Extensión de la impiedad. Modo de tratar a los impíos.
V – Quejas justas e injustas de los impíos.
VI – Furor de la impiedad.
Al margen de que los títulos están cumpliendo eficazmente su función motivadora, se aprecia una gradación semántica creciente entre los vocablos subrayados: de descontento —“insatisfacción como estado de ánimo”— se pasa a destrucción —“ruina, desastre como hecho resultante”— para llegar finalmente a furor —“cólera exaltada, arrebato violento como actitud conducente al descontento y destrucción de la confianza”—. El sustantivo furor carga de dramatismo toda la secuencia por la naturaleza de sus semas, y basta para dar una idea de la postura de Varela ante el espinoso asunto que se propone tratar. En la introducción de la primera carta, Varela presenta una justificación de su tema general apoyándose en lo que ha dado de sí la historia de la humanidad:
Recorriendo al través de los siglos los anales de los pueblos, el orbe nos presenta un inmenso campo de horror y de exterminio, donde el tiempo ha dejado algunos momentos para testimonio eterno de su poder asolador y humillación de los soberbios mortales. Mas, entre tanta (sic) ruinas aparatosas, se descubren varios puntos brillantísimos, que jamás oscurecieron las sombras de la muerte: vense (…) los sepulcros de los justos, que encierran las reliquias de aquellos templos de sus almas puras, que volaron al centro de la verdad (…) Sobre las losas que cubren estos sagrarios de virtud, resuelven sus imitadores el gran problema de la felicidad y arrojan miradas de compasión sobre los que, fascinados por míseras pasiones, corren tras sombras falaces, y, burlados, se dividen; divididos, se odian, y odiados, se destruyen. P.4.
Al hacer el contraste entre los males producidos por la soberbia humana y los monumentos de la virtud que esa misma humanidad ha conocido, saltan a la vista los elementos lingüísticos encargados de estremecer y atrapar al lector, que aparecen organizados en una estructura bien interesante:
Al horror y el exterminio, el poder asolador y la soberbia de los hombres, que sumergen en sombras de muerte
se oponen los hombres virtuosos, que compadecen a
quienes se han dejado seducir por las apetencias y la mentira, que desencadenan el odio, la división, la destrucción.
En esta estructura subyace tal vez sin que el mismo Varela se lo propusiera la idea de que el Bien como constitutivo ontológico del ánthropos (el hombre en tanto especie) queda asfixiado por ese otro constitutivo ontológico que es el Mal. Y sin transición, a este dibujo sucede un conjunto de interrogaciones causales que, como buen maestro, formula a su discípulo en una nueva gradación de conceptos claves:
- ideas claras, ejemplos nobles, amor justo, felicidad, muerte
- vida, aborrecimiento
- amor, tristeza
- alegría, hijos de un Dios de paz
- hordas de ministros del furor.
Se trata de una sucesión que va introduciendo contrastes a partir de la tercera pregunta, para concluir de manera impactante con la que lo resume todo: ¿Qué causas funestísimas convierten la sociedad de los hijos de un Dios de paz en inmensas hordas de ministros del furor? Y la respuesta:
Hay tres horribles monstruos que derrotaron el amor, y que aun (sic) corren por todas partes inmolando nuevas víctimas (…) la insensible impiedad, la sombría superstición, el cruel fanatismo, que por diversos caminos van a un mismo fin, que es la destrucción del género humano. P.5.
El término genérico seleccionado para designar estos males es monstruo bien marcado en el sintagma nominal por el atributo horrible —que inmola a sus víctimas y destruye el hombre—. Los epítetos adjudicados a cada uno contribuyen asimismo a matizar dramáticamente la idea central. En el desarrollo del tema IMPIEDAD Varela presenta un conjunto de elementos que dibujan los rasgos del impío, por ejemplo:
Al negarse a admitir la realidad de Dios, el impío se obliga a “disimular los sentimientos de su espíritu” (p.6), cayendo por tanto en el delirio. Y es por cierto profundísimo este argumento: el delirio se manifiesta en la tremenda contradicción existente entre las operaciones mentales del impío y su naturaleza ontológica: negar a Dios es negar justamente el principio esencial que hace humano al hombre, es rechazar esa parte de su mundo interior que existe en él y actúa aunque él no quiera o no tenga conciencia de su presencia. Ello es, desde el punto de vista de Varela, un desvarío. Por eso el impío es comparado con un loco: “ (…) semejantes a un demente que, por extraña manía, no quisiese levantar los ojos de la tierra, y viéndola toda iluminada, dijese: no existe el sol”.[ii] (p. 6).
La impiedad es “más una corrupción que una ignorancia” (p. 6-7). En el desarrollo de este aspecto interesa destacar la forma en que Varela da cima a los argumentos que ha empleado:
¿Puede haber algo más repugnante que una materia eterna? ¿Puede darse una ficción más ridícula que la de un ser operando antes de existir? Sólo un desvarío del entendimiento humano puede servir de excusa a tan repugnantes aserciones, pero jamás un sano juicio podrá abrigarlas.
(…) Dejemos, pues, a la miseria humana seguir su delirio; cúbrase de todos modos el horrendo cáncer que devora el corazón del impío. (p.7-8).
La relación de ejemplos puede seguirse ampliando ad infinitum. Toda la obra tiene esta fuerte carga de vocablos cuyo objetivo es marcar claramente el significado del terrible flagelo de la impiedad en sus tres variantes. Es suficiente con la muestra para ponerse en el lugar de Varela… y en el de los lectores que se sintieron tocados, heridos, escandalizados por el filo de su pluma. ¿Puede explicar este tono el rechazo, el silencio quizás culpable de quienes decidieron ofenderse por resultarles más fácil adoptar esa actitud? ¿Quién sabe? Varela también se sintió herido, dolido por la respuesta. Tanto, que con toda probabilidad ni siquiera llegó a escribir el tercer tomo. En todo caso, esta forma de decir vareliana, tan valiente y cuestionante, tan libre y directa, me remite inevitablemente a la forma de decir del evangelista Mateo, que para fustigar a los fariseos y maestros de su tiempo[iii], puso en boca de Jesús expresiones duras, verdaderos latigazos. El capítulo 23 de su evangelio es antológico en este sentido:
Los maestros de la Ley y los fariseos han ocupado el puesto que dejó Moisés. Hagan y cumplan lo que ellos dicen, pero no los imiten, porque ellos enseñan y no practican. Preparan pesadas cargas, muy difíciles de llevar, y las echan sobre las espaldas de la gente, pero ellos ni siquiera levantan un dedo para moverlas. Todo lo hacen para ser vistos por los hombres. Miren esas largas citas de la Ley que llevan en la frente y los largos flecos de su manto. Les gusta ocupar los primeros lugares en los banquetes y los asientos reservados en las sinagogas. Les agrada que los saluden en las plazas y que la gente los llame Maestro. (v. 2-7)
Por lo tanto, ¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! (v.13)
¡Ay de ustedes, que son guías ciegos! Ustedes dicen:
“Jurar por el Templo no obliga, pero jurar por el tesoro del Templo, sí”. ¡Torpes y ciegos! (v. 16 17)
(…) Ustedes son como sepulcros bien pintados, que se ven maravillosos, pero que por dentro están llenos de huesos y de toda clase de podredumbre. Ustedes también aparentan como que fueran personas muy correctas, pero en su interior están llenos de falsedad y de maldad. (v. 27-28).
¡Serpientes, raza de víboras! (v. 33)
El cómo de Varela visto desde la perspectiva de los evangelios, lejos de parecer escandaloso, debe ser asumido por el cristiano en el sentido profético de una pasión irrefrenable por la verdad, el decoro, la honestidad, la virtud, los valores que nuestro santo cubano quiso sembrar a fuerza de amor cristalizado en palabras y acciones. Leer las Cartas a Elpidio está muy lejos de ser un ejercicio fatigoso. Hay que buscar en la obra esa rica fuente de sabiduría regalada a través de la envoltura de un lenguaje que vibra y hace vibrar, conmueve y estremece. Estremece, sobre todo, por la VERDAD que la sustenta, una VERDAD que agita el pensamiento, una VERDAD que aún vive encarnada en estos tiempos. Varela dejó una obra cuyo estudio no debería quedar relegado a especialistas y profesores, porque en ella hay mucho de bueno y de útil para creyentes y no creyentes. Quiera Dios que ELPIDIO se anime a emprender la aventura enriquecedora de “chocar” con esta obra especialmente escrita PARA ÉL.
* Artículo publicado en el número 16 de la revista Viña Joven, correspondiente al trimestre abril-junio de 2003.
[i] Pbro. Félix Varela y Morales: Cartas a Elpidio. Edición facsimilar. Editorial Cubana. Miami, 1996. Todas las citas y comentarios se hacen siempre con referencia a esta edición, que contiene excelentes estudios y otros materiales de sumo interés.
[ii] Los subrayados en cursiva marcados en las citas aparecen así en la edición consultada. Los restantes subrayados son míos.
[iii] El tiempo de Mateo, no el de Jesús. Recuérdese que Mateo escribió para la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén